[Briel de la Casa Zazún]

|

Empezaba a caer la noche cuando se presentó en el portón trasero. Ataviado con una capa que le cubría el rostro y pies por igual llamó a la puerta varias veces. Esperó hasta que empezó a perder la paciencia y llegando al límite de ésta lanzó un puntapié. Éste se perdió en el aire y cayó de bruces en cuanto se abrió.

Se oyó una risita a través de la madera húmeda y podrida.

- El día que os deis cuenta de lo importante que soy, empezaréis a tratarme con más respeto. - dijo el encapuchado airado y sacudiéndose el barro enérgicamente.
- El día que nos demos cuenta de lo importante que eres probablemente tendremos que matarte. Con todo el respeto que mereces, por supuesto! - dijo su interlocutor sin dejar de reír.
- ¿Podrías traerme un poco de cerveza mientras espero? - Interrogó ilusionado.
- Puedo traerte algo que tenga un sabor parecido al de una cerveza, pero no prometo nada. - dijo mientras se alejaba.
- Me conformaré entonces. ¿Caliente? - gritó esperanzado.

El posadero gruñó a lo lejos y profirió varios comentarios mordaces antes de perderse en la despensa.

La taberna "La Flecha Gris" era de las de más baja calaña de la Ciudad de Ka'alian y estaba regentada por Yvaruk de Asore, un hombre menudo y atareado que atendía a su clientela a base de protestas, rezongueos y maldiciones. Era precisamente su lengua afilada e ingenio lo que hacía que su negocio flotara entre aguas negras. Acostumbrado a tratar con lo peor de la ciudad, había aprendido que la mejor defensa era un buen ataque, una carcajada y una cerveza gratis.

Aún era pronto para abrir y la pequeña sala se encontraba vacía, sin embargo Yvaruk ya había encendido el fuego y varias velas alumbraban las zonas más oscuras de la estancia. Parecería acogedora si no fuera por los dos dedos de suciedad que cubrían absolutamente todas las paredes, suelo, vigas y mobiliario, produciendo un profundo sentimiento de asco a todo aquél que la pisaba. Sin embargo era probablemente el lugar en el que se cerraban más tratos de la ciudad, el que más borrachos reunía y el que ostentaba las rameras más serviciales. Entretenido con estos pensamientos agarró un par de velas y se sentó en uno de los bancos vacíos. Rebusco debajo de su capa y extrajo un par de pergaminos, una pluma y un tintero.

El tabernero inspeccionó a su ensimismado colega. Un hombre joven y fuerte, de estatura media y bastante enérgico. De tez pálida y nariz aguileña. No tendría nada de especial si no fuera por el color de sus ojos, un azul casi blanco, enmarcados en unas cejas rubias como su pelo.

- Aquí tienes. Imagino que no tardarán en llegar. Deberían estar ya aquí. - dijo el tabernero tendiéndole una humeante jarra.
- Eso espero, trabajar para vosotros está resultando agotador. - dijo abiertamente.
- Sobre todo por la de cervezas que bebes a nuestra costa. - rió el tabernero.
- Prometo no salir borracho esta vez, gruñón! - rió Briel.
- Y yo espero no tener que echarte. - rieron al unísono.

En ese momento entraron dos hombres que con paso firme y decidido se sentaron a ambos lados del escriba. El primero lanzó una mirada inquisitiva al tabernero y éste se alejó diligente detrás de la barra, no sin antes proferir un bufido.

- Saludos Briel - dijo con voz grave.
- Saludos Rxarl - susurró.
- Éste es Gralec de Erkon y necesita que le hagamos un trabajo con la máxima brevedad posible.
- Sello negro? - preguntó.
- Si. - dijo sin vacilar.

El escribano redactó durante un espacio corto de tiempo, parando tan solo para preguntar un nombre.

- Sabes escribir? preguntó al hombre que aún no había hablado.
- Si. - murmuró.
- Firma aquí entonces - dijo.

Le tendió el pergamino y sin levantar la vista sacó de uno de sus bolsillos internos una pequeña pieza de porcelana que correspondía al sello del gremio y acto seguido una pieza de cera negra, que calentó con lentitud y solemnidad. Enrolló el pergamino y selló el destino de un hombre. Tendió el pergamino a su interlocutor y presenció como éste entregaba una bolsa a Rxarl.

Pálido apuró su cerveza fría y un estremecimiento recorrió su cuerpo.

[Hawt de Rayleight]

|

Parecía que un vendaval hubiera arrasado la botica. Una bruma densa ocupaba cada espacio de la habitación, haciéndose visible a intervalos gracias a los rayos de sol que se filtraban por los resquicios de los postigos. Aún así el aire era irrespirable. Olía a comida podrida y a hierro fundido, sin embargo eso no parecía amargarle la tarde al alquimista.

Podía ver que las estanterías habían cedido, desparramando el contenido de miles de botellas minúsculas por el oscurecido suelo, ya pegajoso por los años de uso. Mucho de su contenido se había echado a perder. Plantas enmohecidas, ácidos que empezaban a comerse la madera, aceites que impregnaban parte de su mesa de trabajo y pequeñas piedras de distintos colores que ocupaban cualquier recoveco de la pequeña habitación. Las cortinas que separaban la tienda de la botica se habían quemado dejando un roel corrosivo en el suelo pero llegados a ese punto la pérdida de intimidad le fastidiaba mucho más que todo el material perdido.

Se limitó a ponerse un par de guantes gastados e ir recogiendo los trozos de cristal más grandes y sus respectivos tapones de corcho para luego buscar las pequeñas notas que dejaba en cada cuello de botella con el nombre y uso del contenido.

- Tantos años de búsqueda del órden perfecto y de clasificación exhaustiva... para esto! - maldijo.

Decició que partir de ese mismo momento empezaría a guiarse más por su instinto. Dejaría el proceso de clasificado para dedicarse de lleno a lo que más le motivaba, la experimentación. Aunque él sabía que esa no era la única razón, la sola idea de complicarle la vida al Gremio hacía que le recorriera una ola de satisfacción por la espalda. Abrió despacio la ventana y la luz cegó sus ojos e iluminó lo que parecía una media sonrisa en su rostro.

El aire limpio le golpeó las fosas nasales recordándole lo viciado que estaba el ambiente y empezó a sentirse algo mareado, así que optó por sentarse despacio en la cama no sin antes maldecir en voz baja y con una abierta sonrisa de aprendiz el no haber abierto antes la ventana. Miró alrededor y con un profundo suspiro se dejó caer de espaldas en la cama. Las incursiones del Gremio se habían hecho cada vez más frecuentes y destructivas. En el último mes se habían apoderado de todos los venenos, aceites aromáticos, plantas medicinales y utensilios varios, entre ellos una balanza de plata, la más precisa que puedo encontrar en la ciudad y por supuesto la más cara. Aún así, lo que más le dolía en el alma era que se hubieran llevado todo el material incendiario.

- Cualquiera diría que están preparándose para la guerra - musitó.

Hawt se quitó los guantes lentamente y se acarició nervioso la nuca, no podría encender la chimenea hasta que todos los vapores se hubieran desvanecido y eso le preocupaba, esa noche pasarían frío.

[Dardo de Nevren]

|

Empezaba a nevar en las oscuras callejuelas de la ciudad y eso le iba a complicar mucho la vida en futuras misiones. El frío le calaba en los huesos y la fastidiosa humedad no beneficiaba a sus cuchillos. Mientras esperaba a su víctima saberdora de sus rutinarias y aburridas costumbres acariciaba la empuñadura de la daga pegada a su muslo por finas correas de cuero, siempre le proporcionaba una profunda tranquilidad saber que todo estaba donde tenía que estar, para ser utilizado en el justo y único momento de asesinar. Esta vez no debía ni rozar el suelo, no hay muchos asesinos en la capital con un pie tan pequeño y el hielo de las cornisas dificultaría en extremo hacerlo desde el tejado. Debía ocultarse más cerca de la víctima.
Descendió por varias ventanas, cerradas ambas por postigos, últimamente la ciudad se había vuelto peligrosa, sobretodo desde su llegada semanas atrás. Nunca se quedaba en la ciudad más de dos o tres semanas, pero ésta era especialmente abundante en lo que a cuentas que saldar se refiere, lo que suele significar tener algo que comer un día más.

Se ocultó en las sombras que ofrecía un inseguro balcón, justo detrás de unos barriles vacíos de algo que en su día olía a cerveza y esperó. Escuchó el ulular del viento, risas y gritos de una taberna cercana, en la lejanía la serenata que algún amante prodigaba a una casta doncella en edad de merecer y pasos. Podía oír las pisadas de su adúltera víctima, imprecisas e irregulares, parece que llegaba borracho justo como esperaba, y justo como llevaba haciendo durante toda la semana. Despúes de embriagarse se pasaba por el callejón para aliviar su vejiga. Solía hacerlo unas tres o cuatro veces durante la noche, pero a ella le interesaba que fuera en la primera y no se gastara todo el dinero de su bolsa en más cerveza. Dificultaba el trabajo pero aumentaba la cantidad de sus comidas, quizá si llevaba lo suficiente, esa misma noche podría dormir en una cama de verdad y no en el escondrijo más húmedo y sucio de la ciudad.

Ya podía ver la figura oscura del hombre, tambaléandose y agarrándose con una mano a todo saliente que pareciera más o menos estable, mientras con la otra se desataba los pantalones dejando al descubierto su miembro blanco y fláccido. Se situó de espaldas a los barriles para dibujar arabescos en la pared y la nieve pisoteada mientras cantaba cual marinero en alta mar. No era muy elegante matar a un hombre mientras meaba y cantaba, pero corrían tiempos difíciles. Deslizo su enguantada mano acariciando los pantalones, luego la correa para finalmente enlazar sus dedos en la empuñadura de la daga y deslizarla lentamente fuera de su funda cuando le cayo un puñado de nieve en la capa. Había alguien arriba. Maldijo para si misma, quién iba a pensar que la zorra habría contratado a otro asesino para asegurarse de la muerte de su marido. Debía pensar rápido, no podía salir de su escondite, tampoco realizar su tarea con algún testigo de por medio, debía esperar. Era lógico pensar que era el único escondrijo seguro del lugar y el más cercano a la víctima. Desenfundo en el preciso momento en el que el extraño se escurría bajo el balcón y se aproximaba entre las sombras hacia los mismos barriles en los que se encontraba ella. Esperó hasta que estuvo a punto de pisarla, y con sangre fría acarició con la daga el cuello del desconocido. Éste no pareció soprendido cuando ella le hizo un ademán de silencio, a lo que él correspondió con otro gesto igual, Dardo no lo comprendió hasta que sintió un sutil pinchazo en su costado. Quedaron mirándose el uno al otro mientras la víctima se alejaba, no sin antes alabarse a si mismo entre risotadas obscenas y torpes traspiés por su gran obra aún humeante en la nieve.